Sedienta recorría la sabana. Con el lomo castigado por el sol, agudizaba la vista para encontrar un poco de agua con el que saciarse. La melena enredada y el cuerpo lleno de polvo mostraban un tedioso camino de supervivencia. Andaba. Andaba lentamente con el paso firme de quién sabe lo qué busca y dónde encontrarlo.
Llegó. El instinto la llevó a la orilla de un río. El caudal, algo menguado, era de un agua fresca y cristalina... y tenía mucha sed. Bebió. Bebió con el ansia del pecado y después se sumergió en el agua refrescando cada parte de su cuerpo, con alevosía, hasta que, saciada, quiso descansar en la sombra del árbol que cuidaba de aquella orilla.
Era un árbol con la presencia del que ha sabido dónde mirar para ver, un ser sabio con cosas que contar. Se tumbó. Se tumbó despistada y, observó al mirar a lo alto que, sus ramas, eran un lugar perfecto para refugiarse y descansar. Se abalanzó decidida a trepar por su tronco. Obstinada, intentaba alcanzar a zarpazos una posición más elevada, pero la áspera corteza le arañaba la piel y no conseguía avanzar en su propósito.
Terminó cediendo de su irracional empeño y, sin volver a dirigir la vista hacia la copa del árbol, se tumbó placidamente en su sombra escuchando el vaivén del agua que empapaba sus extremidades. Alzó la mirada y, en sus ojos felinos se podia llegar a interpretar que, detrás de esos ojos firmes y salvajes, hay algo más que ese río, ese árbol, esa tierra e, incluso, que el mismo animal.
Hay un horizonte y un camino por andar.
Firmado: El Animal.
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